En el siglo XVIII, un médico rural inglés creó un método para prevenir la viruela que permitió salvar millones de vidas.
Hoy en día resulta difícil comprender el azote que significaban las epidemias. La muerte se extendía en oleadas, como un incendio en una pradera reseca, pero nadie sabía cómo o por qué. Una de las más temibles de esas plagas era la viruela, y por eso la vacuna que Edward Jenner desarrolló contra ella a finales del siglo XVIII supuso un indiscutible punto de inflexión en la historia humana.
En realidad, la lucha de los europeos contra la viruela había empezado décadas antes. En 1716 llegó a Estambul el nuevo embajador británico, lord Montagu. Su esposa, lady Mary Wortley, había sufrido la viruela dos años antes. Ella sobrevivió, desfigurada, pero su hermano murió. En Estambul, lady Montagu aprendió el idioma y descubrió que sus nuevas amigas turcas se infectaban deliberadamente a sí mismas y a sus hijos con pus de enfermos de viruela; al momento sufrían un acceso muy leve de la enfermedad, pero luego quedaban inmunizadas. Esto impresionó mucho a lady Montagu, una mujer de carácter independiente, que había aprendido por su cuenta griego, latín y francés, y que se había casado contra la voluntad expresa de sus padres. Sin dudarlo un momento, inoculó a sus propios hijos y declaró: «Soy lo bastante patriota como para tomarme la molestia de llevar esta útil invención a Inglaterra y tratar de imponerla».
En realidad, lady Montagu no era la primera en plantear en Europa esta vía para prevenir la viruela, pero ella le dio gran publicidad y la defendió enérgicamente frente a la dura oposición de médicos y eclesiásticos. Durante el resto del siglo fueron inoculados personajes de alto rango, como los reyes de Dinamarca y de Suecia, los duquesde Parma y de Toscana o la zarina Catalina II. Sin embargo, el método turco, denominado variolización, tenía un serio inconveniente: entre un 1 y un 3 por ciento de los inoculados enfermaban gravemente y fallecían. Por lo tanto, la variolización nunca llegó a imponerse. Lady Montagu falleció en 1762, ignorando que un chico de entonces trece años, llamado Edward Jenner, iba a dar el paso decisivo contra la viruela.
Un médico filántropo
Edward Jenner nació en 1749 en la pequeña localidad rural de Berkeley, en el condado de Gloucester, hijo del vicario del pueblo. Edward sufrió la viruela en su infancia, lo que le dejó secuelas duraderas en su salud. Fue aprendiz de un cirujano, estudió y practicó en un hospital, se unió a la asociación médica local, y publicó estudios detallados sobre varias enfermedades y campos muy diversos como los globos aerostáticos o la ornitología. En 1788, uno de sus globos se estrelló en la propiedad de un tal Anthony Kingscote, que tenía una hija llamada Catherine. Cuando Jenner fue a recuperar el globo y disculparse con el padre, conoció a la hija y aquel incidente casual acabó en boda. Ese mismo año, su estudio de los pájaros cucos le abrió las puertas de la Royal Society.
Durante la década de 1790, Jenner buscó sistemáticamente el modo de proteger a la humanidad de la enfermedad que había estado a punto de matarlo en su infancia. Conocía la variolización, pero buscaba algo más eficaz, sin riesgos para el paciente. Científicos anteriores habían planteado que la viruela de las vacas podía ser la solución, pero sin concretar de qué manera. La mayoría ni siquiera hicieron experimentos. Como médico rural, Jenner investigó muy a fondo la viruela de las vacas y a las personas que las ordeñaban. Observó así que los ganaderos, sobre todo las lecheras, que rozaban con sus manos las pústulas en las ubres de las vacas enfermas, contraían la viruela bovina, que les provocaba ampollas en las manos; sin embargo, cuando llegaban epidemias de viruela humana sus familias se contagiaban, pero ellos no.
El 14 de mayo de 1796, Jenner dio el paso decisivo: extrajo pus de las ampollas de viruela bovina de Sarah Nelme, una campesina, y se lo inoculó a un niño llamado James Phipps, el hijo de su jardinero. Éste, al cabo de una semana, cayó levemente enfermo durante un par de días, pero luego se recuperó. Seis semanas después, Jenner le infectó deliberadamente con viruela humana, sin que se produjera efecto visible alguno. Luego repitió estos experimentos –que hoy en día le llevarían directamente a la cárcel por imprudencia temeraria– con otras 22 personas, ninguna de las cuales sufrió enfermedades graves ni murió. La eficacia de la vacunación, como empezó a denominarse su método, quedó demostrada.
Estalla la polémica
El descubrimiento de Jenner fue recibido con entusiasmo, pero también halló una dura oposición tanto científica como ideológica. Obispos reaccionarios y filósofos ilustrados como Kant se opusieron a la vacunación. Surgieron imitadores que desconocían los detalles del nuevo método, de tal manera que en vez de curar la enfermedad la provocaban. Jenner esperaba que pasaran siete días desde que aparecían las pústulas de viruela bovina para tomar sus muestras, con lo que la enfermedad resultaba menos virulenta. De esta forma abrió, sin darse cuenta, la puerta al desarrollo de otras vacunas contra enfermedades humanas sin un equivalente animal relativamente benigno, usando microorganismos atenuados o debilitados de algún modo. El propio Jenner no pudo dar ese paso porque durante su vida no se habían descubierto aún los gérmenes patógenos. Por eso algunas de sus conjeturas demostraron ser incorrectas, pero lo que importa es que su método funcionaba.
Poco a poco, la nueva práctica se fue imponiendo en toda Europa. En 1803 se creó en Gran Bretaña una Real Sociedad Jenneriana, para ofrecer de manera gratuita la vacunación contra una enfermedad que seguía matando a unos 80.000 británicos cada año. En 1800, la vacunación llegó a España y tres años después el Gobierno organizó una «Expedición filantrópica» dirigida por el doctor Balmis, que durante tres años llevó la vacuna a todo el imperio español de América, las Filipinas, y después a Macao, China e incluso a la isla de Santa Helena, colonia británica. El propio Jenner escribió sobre esta expedición: «No puedo imaginar que los anales de la historia nos proporcionen un ejemplo de filantropía tan noble y tan amplio como éste». En 1806, Napoleón ordenó la vacunación de todo su ejército.
La herencia de Jenner
Edward Jenner recibió títulos y honores por doquier. El Parlamento le recompensó con 10.000 libras, una suma colosal, y en 1806 le entregaron 20.000 adicionales, pero siempre fue un hombre modesto. Regresó a su pueblo natal, Berkeley, y ayudó a sus vecinos en sus problemas de salud. Su esposa y uno de sus hijos fallecieron de tuberculosis. El propio Jenner sufrió una apoplejía que le dejó paralizado el 25 de enero de 1823, falleciendo al día siguiente, con 73 años. Ese mismo año había finalizado un estudio sobre la migración de los pájaros.
En 1840, el Gobierno británico prohibió la técnica de variolización y promulgó leyes para que toda la población fuese vacunada gratis. Sin embargo, aún no se comprendía la causa de la enfermedad. Para eso fue preciso esperar al descubrimiento de los gérmenes, gracias a Robert Koch y Louis Pasteur. Únicamente entonces fue posible crear vacunas contra enfermedades como la diarrea crónica intestinal grave (1879), el ántrax (1881), la rabia (1882), el tétanos (1890), la difteria (1890) o la peste (1897). El último caso conocido de viruela tuvo lugar en Somalia en 1977. Todo ello es el legado de un modesto médico rural inglés llamado Edward Jenner.
Fuente: Natgeo