La ONU estima que 270 millones de personas usaron alguna droga ilícita al menos una vez durante 2017. Según las encuestas de la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas (Sedronar), en la Argentina esa cifra llegó a 2,4 millones de personas. Y estos son pisos del real número de usuarios, ya que la subdeclaración se estima en un 20 y un 30%. Conclusión: muchas personas están dispuestas a cometer un acto que es ilegal en casi todas partes. Las razones son diversas, ya que la humanidad usa sustancias psicoactivas desde miles de años atrás, con fines religiosos, místicos, recreativos o experimentales y también para tratar enfermedades, combatir el dolor, aliviar la fatiga o mejorar el rendimiento en el trabajo o en el estudio.
Pese a que las estrategias prohibicionistas ya cumplen 100 años de vida y la “Guerra contra las Drogas”, de Nixon, casi 50 años, no parece que ellas hayan logrado bajar el número de consumidores de drogas ilícitas (de hecho, en años recientes ese número subió tanto en el mundo como en Estados Unidos y la Argentina). En tanto, los precios han venido cayendo en los principales mercados y la producción de opio y cocaína alcanzó récords históricos en 2017. Las drogas ya se consiguen con delivery a domicilio, pagando con criptomonedas y hasta con la posibilidad de dar likes a los buenos vendedores en la dark web.
Algunas de las figuras más prestigiosas de la “ciencia lúgubre” se han expresado en contra del actual enfoque prohibicionista. En 2005 un grupo de economistas estadounidenses, incluyendo los Premios Nobel Milton Friedman, George Akerlof y Vernon Smith, firmaron una carta dirigida al presidente George W. Bush, reclamando atención a un trabajo de Jeffrey Miron (Harvard) que mostraba los costos de la prohibición de la marihuana y los beneficios fiscales de su legalización. En 2014, la London School of Economics creó un grupo de expertos que emitió sendos informes sobre los efectos negativos de la guerra contra las drogas; entre los firmantes también hay varios Premios Nobel (Kenneth Arrow, Christopher Pissarides, Thomas Schelling, Vernon Smith, Eric Maskin, Oliver Williamson), más otros destacados colegas como Daron Acemoglu, Jeffrey Sachs y Dani Rodrik.
Tal vez el lector se sorprenda de que gente tan respetable reclame una revisión del enfoque prohibicionista que domina a nivel global en materia de drogas (con la excepción de Uruguay, Canadá y algunos estados de Estados Unidos, más los conocidos coffee shops holandeses y la no tan conocida experiencia portuguesa, donde se ha descriminalizado el consumo de todas las drogas). Y no es que esta gente ignore los efectos dañinos sobre la salud que el consumo provoca (aunque algunas evaluaciones de expertos internacionales en materia de salud pública parecen concluir que sustancias como el LSD o el éxtasis son mucho menos peligrosas que el alcohol o el tabaco). El problema es que la prohibición absoluta no parece estar funcionando y tiene enormes costos sociales y económicos.
Hace algunos años otro Premio Nobel, Gary Becker, junto con dos colegas, aportó un marco teórico que permite entender este fracaso. En un mercado con demanda inelástica (las variaciones en los precios tienen efectos relativamente pequeños sobre el consumo), la prohibición reduce los niveles de producción vis a vis un escenario de mercado, pero los mayores precios más que compensan esa caída, y los ingresos totales de los productores suben.
Los oferentes que logran evadir la persecución reciben elevados beneficios que les permiten corromper a las autoridades a cargo de ejercer la ley y disponer de más recursos para defender sus negocios sobre la base de la violencia. A la vez, la percepción de que las ganancias potenciales son altas induce la entrada de nuevos actores que también invertirán en corrupción y violencia para disputar el mercado a los jugadores establecidos (Becker y sus colegas también muestran, sobre estas bases, que poner impuestos es más eficiente socialmente que la prohibición).
La evidencia empírica generada por estudios académicos recientes agrega argumentos en la misma dirección. Varios investigadores colombianos han mostrado que la efectividad de las políticas de erradicación de cultivos es muy baja comparada con el costo que esas acciones conllevan. Las interdicciones en los mercados de destino tampoco parecen tener efectos duraderos según muestran diversos trabajos para Estados Unidos.
A su vez, los costos sociales de la guerra contra las drogas recaen usualmente en grupos sociales vulnerables. En Estados Unidos, por ejemplo, la población negra tiene muchas más probabilidades de ser encarcelada por posesión de drogas que los blancos, pese a que las tasas de consumo son similares. En Colombia, los pequeños agricultores sufren diversos costos económicos, sanitarios y ambientales por las fumigaciones aéreas. Estudios para Perú muestran que los niños que viven en áreas cocaleras tienen mayores probabilidades de ser encarcelados por crímenes violentos al llegar a la edad adulta, mientras que en México en los barrios donde el narcotráfico tiene mayor presencia en las calles el rendimiento estudiantil se ve afectado. Dos colegas argentinos, Nicolás Ajzenmann y Sebastian Galiani, en tanto, encontraron que los crímenes relacionados con las drogas en México tienen un impacto negativo sobre los precios de las viviendas más humildes.
Pese a esta evidencia, los países siguen, en general, gastando mucho más dinero en reprimir la oferta y la demanda que en adoptar sistemas efectivos de prevención y tratamiento de usuarios problemáticos (aunque varios estudios muestran que los segundos son mucho más costo-efectivos). En un estudio reciente ( http://fcece.org.ar/narcoeconomia-aportes-para-un-debate-informado/) estimé que en la Argentina, como piso, el 80% del gasto del Estado nacional vinculado a drogas ilícitas va a reprimir mercados. Y el resto se dedica a prevención y tratamiento. Esa proporción es incluso mayor a la observada en Estados Unidos y en la Unión Europea.
¿Qué sabemos sobre las experiencias de descriminalización/legalización? En el trabajo antes citado revisamos 46 estudios sobre el tema (la gran mayoría sobre cannabis recreacional y/o medicinal en Estados Unidos). Con la cautela que amerita la lectura de estos estudios (sujetos a diversas y entendibles limitaciones tanto de disponibilidad/fiabilidad de datos, como metodológicas), podemos decir que: 1) las iniciativas de liberalización podrían llevar a aumentos leves/moderados de la prevalencia del consumo de cannabis en la población adulta, pero no en adolescentes; 2) las mismas pueden ayudar a bajar el uso de sustancias más peligrosas (cocaína, heroína) y los problemas de salud asociados a dicho uso; 3) la liberalización no induce mayores niveles de criminalidad y, de hecho, puede contribuir a reducir ciertos tipos de crímenes (tanto por el propio efecto directo de la reducción del mercado negro, como porque la policía dedica más tiempo a la prevención de otros crímenes); 4) algunos estudios, incluso, hallan impactos positivos sobre ciertos indicadores de salud (accidentes viales o laborales, suicidios).
Cuando la guerra contra las drogas parece llevarnos por un mal viaje, la investigación científica, en economía y también en otras disciplinas, puede ayudar a un debate mejor informado sobre el tema. Abrir nuevas puertas tal vez nos conduzca a caminos más eficientes desde el punto de vista sanitario, menos costosos económica y socialmente, y más respetuosos de las libertades individuales, alejándonos de los prejuicios, el oportunismo político y el sensacionalismo mediático.
El autor es doctor en Economía e investigador del Conicet
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