Muchos deportistas, como le ocurrió en el Mundial de Atletismo de Doha a Orlando Ortega, reciben su recompensa de forma tardía. O no la reciben…
LOS CAMPEONES son seres primarios y extremadamente egoístas que solo ven la vida a través de su ombligo y la vida solo consiste en ganar, ya sea a las chapas, al póquer o una carrera de 110 metros con vallas en un estadio olímpico. Les gusta ganar por las recompensas que reciben a cambio. Compiten por la gloria, un concepto abstracto que se alcanza en los cielos y que en la tierra se traduce en dinero y en el derecho a ser admirado, reconocido como el mejor y venerado por todos, y a recibir un telegrama de felicitación de su rey o su presidente, y pasados 40, 50 años, a la memoria, al recuerdo, a vivir como dicen en las películas que viven las viejas estrellas del cine: rodeados de fotos del momento.
El atributo de la gloria es la medalla, y su escenario, el podio, el único momento en el estadio en el que él se puede sentir físicamente por encima de todos, uno, dos tres escalones, y un alto dirigente se pone de puntillas a sus pies para enlazarle la medalla. Y, aunque con una hora de retraso y 24 de incertidumbre, Orlando Ortega tuvo derecho a la gloria y a sus atributos, a la recompensa inmediata y plena. Los campeones olímpicos, los ganadores, enseñan la foto de su podio y dicen a todos: “Yo estuve allí, ese soy yo”. Ortega lo puede decir también tras la final de los 110 metros vallas del Mundial de Doha, aunque explique a continuación que hay otro a su lado, en la misma altura del podio porque, es una historia muy larga de contar, otro le obstruyó en su camino y etcétera, etcétera.
Óscar Pereiro ganó un Tour y sale segundo, con su niño en brazos, en la foto del podio de los Campos Elíseos de 2006, y tiene que contar una historia: que a Landis, el que está por encima en la foto, le descalificaron por doping y luego le ascendieron a él; y enseña una foto sosa, de una ceremonia de pompa y esplendor fingidos e himno de España enlatado, en la que en noviembre recibe el amarillo en un podio simulado en las oficinas tristemente iluminadas del Consejo Superior de Deportes.
Comparado con otros, Pereiro fue un afortunado. Más de 150 medallistas olímpicos, según el último recuento, pueden gozar con retraso de la gloria, pero no de sus atributos públicos. Lo han conocido con 10 años de retraso algunos y para que se enterara el mundo indiferente de su gloria han debido emprender campañas de comunicación que nadie hace caso. Solo en caliente, después de la competición, en el estadio, el podio tiene sentido. Son aquellos que han ascendido escalones en el podio o han llegado a él gracias a los efectos retroactivos de la descalificación por dopaje de aquellos que ocuparon antes esos puestos. La revisión de muestras de orina de los Juegos de Pekín o Londres, o el descubrimiento de lo malos que son los rusos, ladrones de victorias, lo ha permitido.
En el Mundial de Doha, todos los días, ante un estadio vacío y sin que nadie se enterara, se han entregado medallas retroactivas. Lydia Valentín tardó 10 años en recibir una medalla de Pekín 2008, y 7 años, otra de Londres 2012, ambas en despachos en Madrid. Ruth Beitia y Manolo Martínez, entre otros españoles, ni siquiera tuvieron derecho a la ceremonia fingida.
Todos, cuando se les pregunta, responden: “Sí, tengo la medalla, tengo la recompensa económica, pero me han robado la gloria”.
Publicado en El País